domingo, 10 de marzo de 2013

Ensayo de Jacques Gilard


COLOMBIA, AÑOS 40: DE LA FRUSTRACIÒN A LA IMAGINACIÒN[1]
Jacques GILARD

Las preocupaciones de los años 1940 fueron las que determinaron el desarrollo y los estancamientos de la literatura colombiana. Los dos grandes nombres de hoy, Mutis y García Márquez, surgen de la problemática de esa época.
El problema central era sin duda el de la democracia, de la que Colombia pretendía ser el modelo latinoamericano: “Colombia, democracia esencial” era el título de una nota anónima aparecida el 30 de enero de 1941 en las páginas editoriales de El Tiempo de Bogotá, periódico casi oficial puesto que pertenecía al presidente de la República entonces en función, el liberal Eduardo Santos.  Esa era la imagen que el país quería tener de sí mismo, que deseaba mostrar al exterior y que, a decir verdad, los países hermanos no le regateaban. La imagen estaba mas que sujeta a caución. Colombia era una democracia restringida, bajo el modelo de los criollos que habían hecho su independencia; la participación política era tradicionalmente asunto de blancos, mientras que mestizos, Indios y Negros eran solamente la masa de maniobra electoral (a menudo expuesta, mas que nadie, a la violencia). A lo largo de esos años 40 el intelectual Luis López de Mesa –liberal de derecha, que fue rector de la Universidad Nacional y ministro- decía, por lo demás, con insistencia que los problemas del país provenían de la irrupción de los mestizos en política y que ya era tiempo de restituir a los criollos la exclusividad en ese dominio. El desorden había nacido en la presidencia modernizadora de otro liberal, Alfonso López Pumarejo, (1934-1938); su “revolución en marcha” había democratizado las prácticas nacionales, principalmente con el apoyo oficial dado al movimiento sindical. Santos, quien le sucedió (1938-1942) y quien representaba el ala opuesta del liberalismo, había anunciado que su mandato haría una “pausa” en las reformas y contribuiría a su “consolidación”. En realidad era el movimiento inverso que se ponía en marcha y, de hecho, la segunda presidencia de López, que empezó en 1942, no pudo llegar al término previsto: desestabilizado por su propio partido ( por los “santistas” y por El Tiempo), llevado a la imposibilidad de gobernar, López renuncia en agosto de 1945. Su sucesor designado, Lleras Camargo, desmantela sin espera, el movimiento sindical. La unanimidad democrática de fachada que había reinado a lo largo de la guerra mundial ya no era creíble, y la evidencia de la victoria aliada permitía poner punto final a ciertos compromisos o concesiones: Colombia empezaba su guerra fría a partir del momento de la rendición de las potencias del Eje. Se debía volver a una democracia restringida, pero el impulso del populista Gaitán –sostenido por la frustración popular-, la arrogancia creciente de los conservadores falangistas y la división electoral de los liberales llevarían al país a una presidencia conservadora y a los sombríos desbordamientos de la “Violencia”. La elección de 1945, el rechazo de la gestión “lopista”, pesaría durante mucho tiempo sobre los hombros del país: el asesinato del candidato presidencial Galán, en 1989, que culminaría toda una época, se inscribiría aún en el proceso determinado por esa elección.
La frustración de 1945, seguida por la desilusiones de la post- guerra y por el descubrimiento de los horrores y de los terrores de la época (los campos de concentración, la amenaza nuclear, las matanzas de la “Violencia”), pesa sobre la joven generación y se expresa en las obras que emprenden vuelo entonces, tanto en literatura (Mutis, García Márquez), como en pintura (Obregón, Grau, Botero). Impregnadas por los problemas del mundo, esas obras son también reacciones apesadumbradas de los retrocesos históricos que vivía el país. Los jóvenes creadores debían formarse y expresarse a pesar del eficaz sistema de control puesto en funcionamiento por la élite liberal y los que escaparon a la asfixia se convertirán en  los grandes nombres de los decenios siguientes.
El trasfondo (la guerra de España, el comienzo de la guerra mundial) dejaba subsistir serias confusiones en la línea del antifascismo que reunía a todos los intelectuales importantes. El país era oficialmente –y mayoritariamente- partidario de los Aliados. Pero ese consenso enmascaraba varios equívocos: hacía confluir a los partidarios de López, adversarios del partido liberal y comunistas que serían hasta su redefinición en 1946, un “pequeño partido liberal”. Las tensiones internas al liberalismo –partidarios de una democracia abierta contra partidarios de una democracia restringida-, mitigaban con elementos oscuros el apoyo a las democracias en guerra y la mirada sobre Hispanoamérica y sobre Colombia misma. La Revista de las Indias, creada en 1936 bajo la presidencia de López como publicación del ministerio de la educación nacional, será reorientada desde el principio de la presidencia de Santos y se convertirá en un órgano de reflexión y de creación puesto al servicio de la causa democrática: confiada a un comité de intelectuales españoles e hispanoamericanos, dirigida por Germán Arciniegas, tendrá como prioridad una vocación continental. Olvidada rápidamente: la revista limita sus ambiciones solamente a Colombia pero sigue siendo –hasta en la confusión que supone el conflicto entre liberales-  un órgano abierto. Testimonio de ello es la toma de posición “universalista” de su redacción en el momento de la querella sobre el “nacionalismo literario”, en mayo de 1941. La evolución del conflicto mundial jugó tal vez un rol en el cambio de perspectiva de la revista, las fuentes habituales de información (europeas) callaron, pero el repliegue hacia una problemática nacional es evidente hacia finales de 1941, es claro que la línea “santista” se endurece entonces con mayor vehemencia. Revista de las Indias, se convierte en una publicación “nacionalista”, como testimonian ciertas colaboraciones y la aparición de narradores “terrígenas”, hasta ese momento no incluidos  en sus sumarios. El endurecimiento corresponde a la nueva candidatura de López, su segundo mandato suscitaba rechazos cada vez mas activos. Curiosamente, bajo esta segunda presidencia, la revista no es controlada en seguida y mantiene un discurso “santista”. Aprovechando la indiferencia o mansedumbre de los “lopistas”, Revista de las Indias, se convierte entonces en un órgano de control intelectual, al servicio de un control social. Se une a El Tiempo, del que había sido durante tres años una vitrina mejorada, destinada a representar al país frente al mundo exterior.
Los colaboradores de le revista eran también los del suplemento de El Tiempo del que conformaban la élite. Con la modificación sucedida hacia finales de 1941, la diferencia se limaba en gran parte, porque los otros colaboradores del El Tiempo, los mediocres, hicieron su entrada a la revista, contribuyendo a realizar el apéndice mensual del suplemento. Éste, era el órgano mas prestigioso a nivel nacional, a lo que estaba destinado; las condiciones de la guerra (una penuria de papel que, claro está, no afecta al periódico del presidente) le aseguran una forma de monopolio, haciendo de él el único órgano donde intelectuales  y escritores podían beneficiarse  de una real difusión. Era en apariencia una garantía de pluralidad, que se perdía bajo el efecto de un conformismo inspirado por algo que no era censura, si no una orientación y un control discretos y no menos efectivos. El suplemento de El Tiempo es la débil expresión de esos años, la imagen de una Colombia encerrada en sí misma, indiferente a los problemas del mundo y ocupada en una auto contemplación selectiva y complaciente.
Una brecha se abrió con la aparición, en 1943, del hebdomadario Sábado, creado por Plinio Mendoza Neira, antiguo ministro de López y futuro compañero del populista Gaitán. La guerra no permitía que hubiera en Sábado una verdadera mirada sobre el exterior, a pesar de las intenciones iniciales, pero el hebdomadario siguió los acontecimientos a través de la crónica de Eduardo Zalamea Borda, “Trinchera de Sábado”. Por el contrario, fue un descubrimiento de Colombia por sí misma: Sábado, mostró a los ojos del país su multiplicidad geográfica, racial y cultural y reveló una nación mestiza a sus lectores de clase media –que El Tiempo había mas bien persuadido de pertenecer a una nación blanca-.
La breve polémica de 1941 sobre el “nacionalismo literario” había revelado la reticencia de la élite y de sus intelectuales en considerar el mestizaje como una característica de la sociedad colombiana. El escritor Tomas Vargas Osorio había querido cristalizar la representación de esta sociedad en los cuadros obsoletos del criollismo. Originario del departamento de Santander –reputado como el mas blanco del país y considerado entonces como la perfecta expresión de la nacionalidad-, Vargas Osorio había proyectado sobre el conjunto de Colombia su experiencia propia (muy ligada, entre otras, a la visión de la aristocracia provincial tradicional). De manera general, era la parte central del país  (por tanto mestizo) que pretendía imponer la norma, y se mantenía entonces en la idea de una nacionalidad europea. La realidad estaba lejos de parecerse a esta imagen. Y se alejaba cada vez mas en esos años en que el desarrollo de los medios de transporte favorecían un movimiento de poblaciones, mientras que el disco y la radio, entonces en pleno desarrollo, dejaban escuchar músicas, provenientes del territorio nacional, testimonio de la naturaleza multirracial de esa sociedad. El país fingía descubrir la presencia indígena y le costaba aceptar que existía en su seno un fuerte ingrediente negro. Esta molesta verdad engendraría numerosos debates a lo largo de los años. Era el comienzo de un camino en el que el “Costeño” de García Márquez jugaría un día un papel esencial. Será en gran parte gracias a él –tanto por su reconocimiento en el mundo como por sus argumentos sarcásticos- que Colombia terminará por aceptarse como un país mestizo. En los años 1940, la cuestión del mestizaje, entrevista y rechazada, estaba muy ligada a la de la democracia para ser abordada sin suscitar rigideces y anatemas.
El control que ejercía El Tiempo sobre el pensamiento se manifiesta en 1941 con la polémica sobre el “nacionalismo literario”. En el origen se encuentra un concurso organizado por la Revista de las Indias. Dos cuentos habían llegado a la final, radicalmente opuestos en sus opciones literarias y humanas. “Por qué ‘mató’ el zapatero”, de Eduardo Caballero Calderón era un cuadro de costumbres folklorizante que no desbordaba para nada los limites de una anécdota simplista. “La grieta” de Jorge Zalamea, desarrollaba el conflicto psicológico destruyendo un matrimonio de obreros irlandeses. Esta localización produjo escándalo, mas que la referencia joyciana –que seguramente escapó a muchos. Una polémica estalló, en que El Tiempo, del lado de los “nacionalistas”, no solamente porque el mas resuelto de ellos –Tomás Vargas Osorio- era uno de sus redactores. La réplica rigurosa del “universalista”  Hernando Téllez y sus argumentos indiscutibles no tuvieron cabida. El Tiempo dio despliegue a la campaña de Vargas Osorio y el medio intelectual estaba mas dispuesto para escuchar el lenguaje nacionalista que el mensaje de apertura y de dificultad de Téllez. La propuesta nacionalista era simple: el escritor colombiano debía inspirarse de lo suyo, “afirmar”, las realidades nacionales (paisaje y tipos humanos familiares, provenientes de una sola región), sin preocupaciones de calidad estética. A pesar de sus tendencias y sus precisiones sucesivas, Vargas Osorio no lograba proponer nada diferente al hundimiento en modelos literarios desgastados. Este escritor de talento, autor de algunos de los mejores cuentos colombianos de la época, pero asustado frente a la democratización de López y a la urbanización, prefería perennizar la mediocre narración ruralista. Las normas literarias que preconizaba implicaban  un congelamiento del pensamiento y de las representaciones y contribuían al control de la sociedad. Ese conformismo y esa inercia encontraban muchos adeptos, incluso si no se vuelve a hablar de la polémica: El Tiempo continua acogiendo los relatos “terrígenas” de los narradores de la Cordillera central (Adel López Gómez y Antonio Cardona Jaramillo, principalmente), que tenían y daban la impresión de ser ellos solos  toda la literatura narrativa colombiana. Los innovadores, aún raros y episódicos, confinados, por lo demás, a publicaciones de menor prestigio, fueron sospechados de una especie de traición –cuando no se les acusaba sin miramientos, como lo había hecho Vargas Osorio, de homosexualidad.
Esta preferencia por la “afirmación” de la Colombia campesina era el anzuelo de una política que el liberalismo “santista” iba pronto a desarrollar, la rehabilitación del folklor. Mucho tiempo ignorado por los intelectuales, el folklor vuelve a suscitar interés entre aquellos a quienes la modernización preocupaba –Vargas Osorio estaba entre ellos. Se le convierte en signo respetable de la cultura del “verdadero” pueblo: el anterior a López, a la ley 200 de 1936 (que, sin ser la “reforma agraria” de la que algunos hablaron, había desmantelado  y distribuido entre los campesinos algunas haciendas ilegalmente formadas) y a las reivindicaciones obreras. El folklore rehabilitado cumplía función de apaciguamiento y entraba entonces en la estrategia del poder como instrumento de control. Fue así como en 1942, Germán Arciniegas, entonces ministro de la educación del presidente Eduardo Santos, lanzó una encuesta nacional confiada a los maestros de escuela –cuyos resultados son lenta y parcialmente explotados en los siguientes años. Si la defensa y la promoción del folklor implicaban la cuestión del mestizaje (la expresión de las regiones mulatas suscitaba inevitablemente reacciones de rechazo), el suplemento de El Tiempo, supo manejar las tensiones y federar todas las tendencias: liberales ortodoxos, regionalistas y comunistas se reconocían en la voluntad de proteger la pureza del folklor “nacional”, viniera de donde viniera, contra las influencias extranjeras. Los problemas raciales quedaban entonces en la sombra y la unanimidad se hacía sobre los clichés y los criterios del nacionalismo –terreno que la derecha liberal sabía controlar. A partir de 1950, García Márquez supo tomar distancia al empezar su cuestionamiento sobre los bloqueos y las intolerancias: al insistir sobre el aporte negro al folklor de su región natal, al celebrar las músicas negro-antillanas y al dar la espalda a la Colombia andina.
El rechazo del urbanismo es la otra cara de la recuperación del folklor. Ya, en 1939, Vargas Osorio había señalado su rechazo del fenómeno en las grandes ciudades: veía la esencia de la colombianidad en los pueblos de provincia, mientras que las ciudades solo tenían un “aspecto indiferente”, fruto de una evolución extranjera a las corrientes vitales de la nacionalidad. Suponía arbitrariamente que el crecimiento urbano no era un proceso propio. Esta intransigencia era la forma extrema de una reserva que se encuentra mejor matizada en otros escritores e intelectuales. Pero, para la mayoría, el cosmopolitismo marcaba el hecho urbano con una especie de estigma. En la medida en que la evocación de las ciudades podía seguir circunscrita al terreno de la herencia histórica mas reconocido (glorias coloniales y republicanas, prestigio monumental), la continuidad aportaba su parte de seguridad. No sucedía lo mismo cuando la modernidad, el mestizaje y el cosmopolitismo eran puestos en relieve: Revista de las Indias había emprendido la publicación de una serie de artículos bajo el título general de “Geografía literaria de Colombia”; la serie se interrumpió definitivamente después de la publicación de un artículo (enero de 1942) sobre Barranquilla, cuyo autor había infringido esos tabús y puesto en evidencia la presencia negra. El artículo había logrado pasar el filtro de la redacción, pero su publicación había molestado tanto que ese recorrido lírico del territorio colombiano quedo ahí (se entraba, claro está, en la etapa nacionalista de la publicación).
Vargas Osorio representaba una posición extrema en el panorama del liberalismo. Este suponía un cierto apego a la idea de progreso, y sus intelectuales, incluso los “santistas” como Arciniegas, no podían mostrarse hostiles a los signos de la modernización de la sociedad colombiana. Aceptaban entonces, en principio, el crecimiento urbano, pero las reservas existían también: todo cambio en la sociedad implicaba inquietudes para los detentores de la democracia restringida. Los años decisivos de la guerra mundial que vieron exacerbarse las tensiones “lopistas” y “santistas” mostraron la emergencia de rechazos que se vincularon con los del nacionalismo mas obtuso. Optimista antes de la guerra, Germán Arciniegas termina por defender el mantenimiento de una especificidad sobre la que, por lo demás, no daba ninguna precisión: lo que consideraba, junto a otros, como una evolución de tipo norteamericano lo inquietaba definitivamente y lo alineaba en el campo de los partidarios de un statu quo temeroso. La actitud frente al fenómeno urbano será criterio fijo para distinguir dos categorías de intelectuales. Los mas innovadores serían aquellos que tendrían la urbanización como un logro y considerarían que el eje de la identidad no era ya el mundo campesino –lo que no implicaba automáticamente que, sobre todo en los jóvenes escritores, el universo urbano fuese el referente elegido: podían escribir sobre el mundo rural, pero introduciendo en su campo de mira el ángulo de refracción que implicaba la conciencia de dicho hecho urbano ahora dominante. Narradores principiantes, como Arturo Laguado, Alberto Dow y Gustavo Wills Ricaute, un escritor maduro como Hernando Téllez, preferían el universo urbano en sus relatos. El joven  Cepeda Samudio lo prefería exclusivamente. García Márquez recurrió a él  para organizar sus conjuntos, antes de volcarse hacia el mundo de Macondo. La discordia no se apaciguaría durante mucho tiempo: la desconfianza hacia los temas urbanos se manifiesta en la literatura colombiana, a veces con fuerza, hasta finales de los años 70, antes de desdibujarse poco a poco en el siguiente decenio.
Los narradores “terrígenas” se inscribían en este apego a lo que suponían, representaba a la vez, las realidades profundas del país y sus valores. Sus “columnas” de la página de los editoriales de El Tiempo, mostraban su bloqueo  frente a los cambios de la sociedad, principalmente los de los pequeños pueblos de la montaña que empezaban a conocer el asfalto y el automóvil, la radio y las gaseosas. Sus ficciones se situaban en el marco inamovible del poblado andino o de la pequeña propiedad, donde los hombres no parecían conocer sino el machete y la mula, la soledad rústica y el impulso elemental del amor y del odio. Todos ponían el acento en el concepto de “fidelidad”: fidelidad a la tierra y a sus tipos humanos. Todos confundían la creación con el cumplimiento de un deber moral y daban prioridad a la rectitud y al civismo que creían reconocer en sus tomas de posición y en sus relatos. El hombre colombiano que eran capaces de imaginar era un ser simple que debían mostrar con simplicidad. Condenaban entonces la literatura de atmosfera urbana y atacaban sin miramientos y con mala fe a los narradores que se esforzaban por explorar las complejidades de un alma humana –las sutilidades psicológicas eran juzgadas como refinamientos sospechosos de intelectuales “amanerados”, incluso como una forma de desconocimiento.
La experimentación formal servía a menudo de blanco al clan, basto y heterogéneo, que había aprobado en su momento la campaña nacionalista de Vargas Osorio. La audacia de Jorge Zalamea al situar su relato en Dublin había confundido un poco las apuestas: el ataque se había dirigido a la ubicación de su relato, pero su inmersión en una psicología urbana y obrera era también motivo de irritación. En mayo de 1942, en la Revista de las Indias reorientada, el novelista José Antonio Osorio Lizarazo, citadino y populista, afirmaba que Joyce era un modelo inaplicable en el contexto colombiano. Unos años después, se proclamaría la misma imposibilidad a propósito de Faulkner (en el momento mismo en que García Márquez demostraba por el contrario la fecundidad del modelo). La novela norteamericana era, por lo demás, vista principalmente como el signo anunciador de profundas convulsiones sociales y por ello descalificada como posible fuente de inspiración, en la medida en que, se creía que la Colombia patriarcal estaba al abrigo de dichos problemas (en tanto que la “Violencia”, en potencia y en acto, estaba en el corazón de la sociedad). Rechazos del mismo tipo, aunque mas complejos en su motivación y en su expresión, y mas reiterativos, afectaban al existencialismo francés, percibido como una inmersión complaciente en la degeneración de lo humano y como la manifestación de la fatiga de Europa (una fatiga que la derecha liberal no mencionaba pero que dejaba entrever en el suplemento de El Tiempo por los populistas y los nacionalistas, que se alegraban).
El tema de la difusión del existencialismo es ejemplar en los debates colombianos de la época. En el momento en que, el final de la guerra, permitía el restablecimiento de los contactos con Europa, el existencialismo había suscitado una curiosidad que las revistas y los suplementos literarios habían satisfecho de manera desordenada y superficial. Era sobretodo esta curiosidad la que había engendrado una moda, alimentada luego por las informaciones que llegaban, mal que bien, de París. El “establishment” intelectual había, muy temprano, reaccionado con desconfianza: todo nuevo pensamiento representaba un peligro para los prestigios y los poderes instalados, por consiguiente, al proponer una nueva visión del hombre y del mundo, podía destruir las bases. En un primer momento el existencialismo es la señal que permite distinguir entre los innovadores (es decir, los detentores de una contemporaneidad lúcida) y los partidarios del statu quo. En el primer rango de éstos figura Germán Arciniegas. Utiliza su prestigio de intelectual reconocido en el extranjero, y por consiguiente, reputado como espíritu crítico, para desfigurar con chistes frívolos la principal corriente de pensamiento del momento y –por lo menos en el microcosmos bogotano- desacreditarla.
El momento que vivía el mundo era otra de las grandes inquietudes. Se constata sin asombro que la mayoría de intelectuales y escritores colombianos, que habían vivido de lejos las peripecias de la guerra mundial, eran indiferentes a la situación de las post-guerra. ¿Cómo los narradores “terrígenas”, encerrados en su universo rural, habrían podido cuestionarse hacia 1946 o 1947, cuando no lo habían hecho en 1940, 1941 o 1942? De manera general, la sensibilidad “nacionalista” era incapaz. Y, para los espíritus mas abiertos y mas experimentados de la intelligentsia “santista”, como Arciniegas, había una dificultad mas o menos insuperable: mas allá de la preocupación por preservar posiciones adquiridas, interrogarse sobre el mundo contemporáneo equivalía a relativizar las cuestiones colombianas, dicho de otra manera a fragilizar el intangible credo “santista”. Pero esta miopía no anulaba las angustias de la época. Ya, durante la guerra, mientras que muchos se contentaban con la afirmación de imprecisos valores democráticos, sin tener en cuenta la especificidad inaudita del hecho nazi, Jorge Zalamea –ministro de López en el momento de la “revolución en marcha” y escandaloso innovador joyciano de 1941- había sido sin duda el colombiano que mejor había expresado esas angustias, seguido por su primo Eduardo Zalamea Borda, editorialista del El Espectador de Bogotá y cronista de Sábado. Tanto el uno como el otro eran sensibles a los anuncios apocalípticos que muchos ignoraban –pero que gentes jóvenes, como Álvaro Mutis, sabían también reconocer. Hirochima había sido otro signo de horror –anunciado con algunas semanas de anterioridad por Eduardo Zalamea Borda en su columna de El Espectador- del que Colombia, absorta por la demisión de López, no supo sopesar su alcance. Zalamea Borda insistirá sobre el hecho nuclear en el curso de los meses y de los años siguientes. Jorge Zalamea igualmente: después de haber dicho en 1942 que el hombre era un “náufrago” del siglo XX, lo repitió en los años de la post-guerra y señaló con insistencia los peligros que la propaganda imponía a la libertad de los espíritus en todo el mundo. Los dos Zalamea eran también los vectores mas constantes del pensamiento contemporáneo en Colombia, acompañados por Hernando Téllez; éste que había respondido a los nacionalistas en 1941, encontraba en los Norteamericanos (sobre todo en Cadwell) una inspiración que le permitía escribir cuentos “universalistas” de calidad, traducía a Sartre, y aportaba su propia pincelada –menos combativa que la de Jorge Zalamea, menos constante que la de Eduardo Zalamea Borda- en un debate que necesitaba a gritos romper la exigüidad de los marcos nacionales. Alrededor de la palabra de los dos Zalamea, y de la de Téllez en menor grado, se reunían gentes jóvenes  que veían –los mas lúcidos- o entreveían la dimensión universal de lo que vivían en Colombia. Los mas perceptibles eran entonces los periodistas cuyas columnas aparecían en El Espectador, al lado de la de Zalamea Borda: ante todo Próspero Morales Pradilla, hasta 1948, luego Gustavo Wills Racaurte. El primero aún seducido por ciertos aspectos de la defensa nacionalista, deseaba ingenuamente una confrontación “cordial” entre los valores de la colombianidad y los del vasto mundo, pero poseía el sentido de la época y compartía las angustias de su maestro Zalamea Borda; seducido por la órbita de la diplomacia en 1948, se acerca a El Tiempo y, sin dejar de ser un espíritu crítico que se distinguía  del oscurantismo del suplemento, perdió la acuidad que lo había antes situado en el grupo de los innovadores posibles. Wills Ricaurte, quien le sucede en El Espectador, fue también, sin romper nunca completamente con ciertas frialdades bogotanas, un testigo crítico del estancamiento del pensamiento en Colombia y uno de los que reflexionaba sobre los problemas contemporáneos; fue también, pero solamente un tiempo, autor de cuentos que intentaban prometedoras experimentaciones. Otros jóvenes intelectuales, puesto que vivían en provincia, no podían llamar la atención tanto como los que se expresaban en la prensa bogotana. Pero eran los grandes del futuro. Era el caso del colegial “barranquillero” Álvaro Cepeda Samudio, lector de los norteamericanos, angustiado por el peligro atómico, autor de cuentos con audaces formas; era en 1947 y 1948 lector asiduo de la columna de Zalamea Borda y de los artículos y ensayos de Jorge Zalamea. Era también el caso de Mutis y García Márquez, los dos publicados por primera vez por Zalamea Borda en el suplemento de El Espectador, el primero muy cercano a Jorge Zalamea, el segundo descubierto un poco mas tarde por el mismo Jorge Zalamea a través de la lectura de un solo texto. Las inteligencias mas agudas del momento sabían reconocerse. Mutis y García Márquez habían comprendido que podían acercarse con toda confianza a Zalamea Borda, quien identificó de entrada todo lo que éstos prometían. Otros, en provincia, reconocían el magisterio de los dos Zalamea sin darse a conocer por sus guías. Era el caso de Cepeda Samudio y otro joven periodista de Barranquilla, Germán Vargas. Existían también aquellos, periodistas también, que pasaban algún tiempo en Bogotá pero volvían a la provincia, como Alfonso Fuenmayor (Barranquilla) o Eddy Torres (Medellín). Fue esa red de espíritus libres, cuyos miembros no se conocían del todo entre ellos, la que engendró lo esencial de la literatura colombiana del segundo medio siglo (y habría que hablar también de las artes plásticas, en las que se encuentran siempre los mismos nombres desde el inicio del reconocimiento y del que se beneficiaron muy pronto pintores como Alejandro Obregón, Enrique Grau y Fernando Botero).
La guerra fría imponía a cada uno el problema de la elección política. La pesadumbre de la derrota infligida a López por el “santismo”,  prolongada por el suceso electoral de los conservadores, por lo demás, minoritarios y la entrada del país en la “Violencia”, marca los espíritus y se encuentra en todos aquellos que dejarían una verdadera huella en la literatura del país, los mas atraídos por la creación que por el cursus honorum. Todos habían sido afectados por la propaganda antifranquista, luego por la de las democracias en guerra, y conservaban una mentalidad de tipo Frente Popular. Incluso si existían dudas con relación a Staline y su sistema, había nostalgia de los tiempos de la unidad antifascista. La Unión Soviética beneficiaba de cierta simpatía o de una simpatía segura, según los casos. La permanencia de Franco en el poder en España era desde 1946 un primer signo, extremamente sensible, de que las cosas no se desarrollarían según la propaganda norteamericana de los años de guerra. Elecciones sin derramamientos de sangre en un país hispanoamericano  -en 1946 en México y en Chile- eran saludadas con satisfacción y los que las ganaban cubiertos de elogios. El caso del mexicano Miguel Alemán tardaría años en ser marcado por un signo negativo, pero el cambio de perspectiva de González Videla y la persecución de Neruda se sentirían en profundidad.  La guerra fría se instalaba y reforzaba el impacto doloroso de la “Violencia”. El asesinato de Gaitán y la explosión del “bogotazo”, en el momento en que se realizaba en Bogotá la novena conferencia interamericana (la “IXCIA”), el diagnóstico del general Marshall sobre el drama (un imaginario “complot comunista”), y por último la resolución final, anticomunista, enterraban las últimas ilusiones –mientras que el golpe de Praga y la muerte de Masaryk no habían despertado ninguna medida excesiva. Eduardo Zalamea Borda, pacifista y con simpatías pro comunista hábilmente insinuadas, era un guía para muchos jóvenes lectores. Y muchos, efectivamente, elegirían por lo menos desde 1946 el campo socialista. García Márquez estaba en ese campo; sus amigos del grupo de Barranquilla igualmente y lo decían con suficiente claridad en sus “columnas” de la prensa provincial. García Márquez se comprometería mucho mas, con el paso de los años, se uniría al PCC y desarrollaría desde antes de Bandoeng, un sistema de prensa tercermundista. Sobre las misma bases, Álvaro Mutis adoptaría por el contrario una actitud “reaccionaria”, de desilusión absoluta, que no se debería tomar al pie de la letra, puesto que nació de la frustración del proyecto democrático de López –como la elección socialista, momentánea o definitiva, pero todavía no dogmática, de los mejores espíritus de la joven generación. En los años 50, una vez reducido al silencio y al exilio por la derecha liberal, Jorge Zalamea se acercará a los comunistas, porque era un hombre de izquierda, y porque no le habían dejado otra opción, pero sin alimentar ilusiones sobre el stalinismo. Reaccionaban como contemporáneos a las angustias del tiempo, lejos de la miopía y de los pequeños oportunismos que el sistema favorecía en aquellos que tenían la prudencia de mirar solamente el microcosmos bogotano y sus posibilidades de carrera político-intelectual.
En un país cuya capital estaba aislada tras los Andes, donde la clase dirigente apoyaba su poder en un control supremamente eficaz del movimiento de las ideas y monopolizaba ampliamente los medios de expresión, sometiendo así a los intelectuales a un chantaje implícito (sumisión o inexistencia), una asfixia prematura amenazaba a las gentes jóvenes que el ejercicio de las letras atraía. El Tiempo proponía sobretodo la auto contemplación de la inteligencia oficial y filtraba severamente, aunque de manera caótica (la ignorancia jugaba también su rol), la información sobre las corrientes de pensamiento y de las letras contemporáneas. Las revistas no mantenían una línea: Revista de las Indias había mejorado su contenido cuando los “lopistas”, muy cerca de perder el control, habían tomado el control en 1944; había sobretodo publicado un artículo de Sartre y se había abierto a colaboradores de izquierda; pero la constancia hacia defecto y la revista seguía sujeta a los cambios de poder, evolucionando hacia un ultra conservadurismo que la privaba de todo interés desde 1947. Revista de América, nacida en 1945 y confiada a Arciniegas por El Tiempo del que aplicaba su línea restrictiva, terminó siendo, a partir de 1948, aun menos interesante que el suplemento de El Tiempo –que elegía entonces evolucionar para ejercer mejor su función de control. Solo, en los años 1944-1948, Eduardo Zalamea Borda conduce una acción relativamente continua. Esta existía ya en su remarcable “columna” de la pagina 4 de El Espectador, con las limitaciones del periodismo cotidiano. Y tuvo mas coherencia con la creación, en febrero de 1946, de la pagina “Fin de Semana”, que aparecía los sábados y existiría durante dos años. Era un suplemento literario de calidad, que aportaba información sobre el movimiento de las ideas en el mundo y daba una visión crítica de la vida cultural colombiana: todo lo contrario de El Tiempo. Zalamea deseaba hacer de su hoja hebdomadaria la tribuna de un debate renovador; tuvo la impresión de una derrota, pero el balance parece hoy mas bien  brillante: Mutis y García Márquez publicaron allí por primera vez y Grau encuentra también la ocasión de ejercer regularmente su talento de dibujante. Pero ‘Fin de Semana’ solo era una página de formato tabloide: poco espacio para conducir una acción sistemática y en profundidad. Zalamea Borda hacia mucho –y las gentes jóvenes mas clarividentes lo comprendían- pero era poco frente al prestigio de otras publicaciones, a pesar de su vacuidad. Así, la información carecía siempre  de suficiente coherencia. García Márquez es un buen ejemplo de la asfixia que podía afectar a un joven espíritu dotado de un mundo extraordinariamente rico, y preocupado por adquirir un buen útil expresivo. Sus primeros cuentos, publicados en ‘Fin de Semana’ muestran que había conocido a Kafka y a Joyce, pero sus textos siguientes eran repetitivos: no lograba saber qué modelos le permitirían desarrollar sus temas. El encuentro con quienes serían luego sus grandes amigos, el grupo de Barranquilla (el catalán Ramón Vinyes, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas), le revelaría a Faulkner y a Virginia Woolf, a Cadwell y Hemingway, a Borges y a Felisberto Hernández y lo familiarizaría con el existencialismo. La mayoría de esos elementos habían figurado en las publicaciones bogotanas de los años precedentes, pero de manera tan episódica que García Márquez no había podido aprovechar. Crítica, la revista de Jorge Zalamea, asumiría, a partir de finales de 1948, el rol capital que habría podido ser jugado por Eduardo Zalamea Borda si hubiese tenido los medios. Otras jóvenes gentes habían tenido mejor suerte que García Márquez, porque, por diferentes razones, tenían acceso a informaciones de las que no disponían la mayoría de intelectuales  y escritores principiantes: era el caso de los miembros del grupo de Barranquilla y de Mutis, del lado de los contestatarios, y de Gaitán Duran, del lado de la élite dirigente.
La intelligentsia oficial debía también renovarse y reforzar su control. Frente a los cambios que intervenían  -impacto del existencialismo, conciencia de los problemas contemporáneos, experimentaciones literarias, sin contar todo lo que la “Violencia” implicaba como reflexión y malestar para los espíritus lúcidos-, los métodos y el personal empleado desde hacia largos años no jugaban ya su rol. Así se ve atribuir en 1948 la responsabilidad del suplemento literario de El Tiempo, a un hombre joven. Dirigente de las juventudes liberales, Jaime Posada había sido secretario particular del ministro Germán Arciniegas, en el momento de la breve presidencia del “santista” Lleras Camargo (1945-1946). Fue entonces el encargado de la necesaria actualización. Es claro que Posada continua concediendo un espacio a Arciniegas, pero éste disponía también de una revista mensual, Revista de América, que El Tiempo había creado para él en 1945; sus posiciones ya retardatarias y cada vez menos adaptadas al contexto, se expresaban ante todo en la revista –una publicación de línea dudosa, que reproducía esquemas obsoletos, los del santismo de los años de guerra, y buscaba, sin conseguirlo verdaderamente, tomar en cuenta los problemas de la guerra fría, manteniendo su indiferencia con relación a los hechos de la “Violencia”. Por su lado, Posada efectúa una especie de limpieza, logrando expulsar poco a poco –se adivina que no sin problemas- a los narradores “terrígenas” de las páginas del suplemento. El relato breve era un ingrediente indispensable de las entregas hebdomadarias; en el lugar de los “terrígenas” aparecieron otros autores, jóvenes y menos jóvenes, a veces conocidos por obras que pertenecían a otro género: ningún cuento realmente innovador apareció en El Tiempo, pero si la experimentación formal faltaba, por lo menos la ruptura era clara con relación al mundo simplista de la narración rural. (Los innovadores se manifiestan en otros espacios: García Márquez en El Espectador, Téllez en Sábado, Cepeda Samudio en las hojas de provincia). Pero sobretodo, Posada abrió el suplemento a nuevos colaboradores, el principal era Jorge Gaitán Durán. Este sería pronto llamado a guiar la renovación que necesitaba el “santismo”. Era buen conocedor del existencialismo, que gracias a él, fue tolerado en el suplemento y hablaba con naturalidad de las angustias contemporáneas, porque las compartía con los mas lúcidos tanto de la vieja como de la nueva generación. Pero había elegido situarse de lado del poder y la actualización que efectúa se sitúa al servicio de la misma causa. Si la calidad de las colaboraciones de Gaitán Durán se diferencia claramente de la mediana del suplemento, la estrategia que se mantiene es de continuidad. Se trataba de entrar en el terreno de los que el poder no podía reducir ni atraer, esencialmente los dos Zalamea (Téllez que cultivaba discretamente su diferencia y que, de todas maneras, colaboraba bastante con El Tiempo, fue aceptado por Gaitán Durán).  Eduardo Zalamea Borda, confinado de alguna manera por su tarea de periodista a la “columna” de El Espectador y menos leído que los medios editorialistas de El Tiempo, era solo un peligro relativo: tuvo derecho, por una importante novela anterior a la guerra (Cuatro años a bordo de mí mismo) a los elogios del joven intelectual que le reconoce grandes intuiciones de tipo existencialista. Pero también era una táctica de división. En efecto, Jorge Zalamea es severamente atacado.
Encarcelado un tiempo por el rol que se atribuía a sus arengas radiales en los desordenes sangrientos del 9 de abril de 1948 (el “bogotazo”), Zalamea había creado un bimensual, Crítica, que aparece hoy como la mejor publicación literaria del siglo XX en Colombia. Crítica se comprometía con los dramas mas inmediatos, los de la “Violencia”, publicando, por ejemplo, regularmente la lista de muertos liberales, y tratando también todos los problemas del mundo contemporáneo. La revista pobre en medios, y pobre en apariencia, se abría a todas las colaboraciones con el objetivo de que tuviera lugar el debate de fondo que el país necesitaba. Era lo que ya había intentado Eduardo Zalamea Borda en ‘Fin de Semana’ en El  Espectador, y Jorge Zalamea conocería la misma sensación de derrota –un tanto infundada a los ojos de quien trata de establecer un balance mucho tiempo después. Además, muchos se impedían colaborar con una publicación que olía a azufre y preferían quedarse –por gusto al prestigio o por cálculo- en el suplemento de El Tiempo, la exigencia estética y ética de Zalamea desmotivaba de antemano a muchos indecisos y rechazaba numerosos trabajos propuestos: Crítica no fue la tribuna deseada por Zalamea. Pero fue una publicación de alta calidad, incluido el momento en que la censura conservadora  (a partir de noviembre de 1949) impuso recurrir a textos clásicos cuyo contenido permitía denunciar la deriva totalitaria del conservadurismo. Para quien buscaba una información y una reflexión sobre los problemas políticos y éticos de la época, la respuesta estaba en Crítica. El bimensual entregaba también un panorama de las letras contemporáneas, dando a conocer, incluso a través de la traducción no autorizada, los títulos mas importantes del momento. Mutis y García Márquez, figuran entre los autores colombianos editados en Crítica, donde también se encuentran cuentos de Téllez, cuyo importante relato Cenizas para el viento y otras historias fue objeto en 1950 de un expediente de elogios: mostrando el verdadero valor de Zalamea que, en plena “Violencia”, se atrevía a hablar de cuentos en los que dicha “Violencia” aparecía claramente. Pero ese valor ya no debía demostrarse: en septiembre de 1949, un poco antes del golpe de fuerza conservador y cuando la censura aún no se había instaurado, Zalamea había sido encarcelado y torturado por haber publicado su incendiario relato “La metamorfosis de Su Excelencia”, panfleto y obra de arte que denunciaba el camino del poder conservador hacia la dictadura. Y se debe señalar que en ese contexto ardiente, Zalamea hombre de izquierda había preservado siempre su rigor voluntario para recordar el peligro de la pobreza estética que amenazaba a toda literatura comprometida.
De manera que no puede ser mas simbólica, el ataque de Gaitán Durán contra Zalamea precedió de algunos días el encarcelamiento de éste. Gaitán Durán reprochaba a Zalamea el no estar ya comprometido con los problemas del momento. El ataque apareció en el suplemento de El Tiempo. En el contexto de la marcha hacia la dictadura, este ataque podría parecer absurdo, pero se trataba muy bien de aislar y debilitar a Zalamea, tanto en ese momento como mas tarde, el contexto inmediato importaba poco. Zalamea era continuador del proyecto democrático de López y portador de nuevas posibilidades, que debían, costara lo que costara, ser ante todo neutralizadas, y luego canalizadas hacia el “santismo”. El ataque de Gaitán Durán tuvo lugar en el transcurso de un “congreso de los nuevos intelectuales” (julio-agosto-septiembre de 1949) reunido por Jaime Posada y subvencionado materialmente por El Tiempo, que le otorgaba bastante espacio en sus páginas. Era un paso mas en la tarea confiada a Jaime Posada, la presentación pública del sistema de control. El proyecto global –una modernización y una adaptación enmarcada y frenada por el “santismo”- preveía en efecto sin decirlo, retomar muchas tareas emprendidas por el lopismo y adormecidas luego. Se proponía por ejemplo la creación de un instituto de altos estudios para auscultar a la sociedad colombiana y elaborar soluciones para sus males, cuando dicho instituto ya existía: se trataba de la escuela Normal Superior, creada por López, frenada en su desarrollo por la hostilidad que inspiraba entre muchos y asfixiada entonces por el poder conservador.
Ese congreso de nuevos intelectuales hizo emerger, en el campo de la derecha liberal, el tema del compromiso, que solo había sido mencionado hasta ese momento por algunos intelectuales no conformes, principalmente Eduardo Zalamea Borda. Téllez lo había abordado prudentemente. Jorge Zalamea lo había esclarecido y valerosamente puesto en marcha. Al salir del “congreso de los nuevos intelectuales” y en el dramático contexto de las semanas que precedieron al golpe de fuerza de los “godos”, era posible recuperar ese tema tabú. Los escrúpulos desaparecieron completamente en septiembre de 1952, cuando los dos grandes periódicos liberales fueron incendiados por matones conservadores: entonces, los liberales de derecha, incluso los mas tradicionales, podían pronunciarse sobre el compromiso del intelectual. Zalamea había sido reducido al silencio con la muerte de Crítica y obligado al exilio, primero en Argentina (donde publica El gran Burundùn-Burundà ha muerto), luego en Austria donde, al acercarse a los comunistas, colabora con el Congreso por la Paz.
Lo esencial estaba hecho. El remplazo de la dictadura conservadora por el poder militar de Rojas Pinilla (en junio de 1953) era solo una peripecia: los espíritus habían sido retomados por quienes, obrando al servicio de una vieja causa, sabían manejar los conceptos contemporáneos. Habría que esperar (el final del régimen militar, el retorno de una democracia a lo colombiano, que tomó la forma aberrante del sistema llamado “del Frente Nacional”). La revista Mito, fundada en 1955 por Gaitán Durán y dirigida por él hasta su muerte (1962), fue el signo, incontestablemente brillante. Reunía en su comité nombres colombianos y latinoamericanos de primera importancia. Y las colaboraciones colombianas fueron seleccionadas con seguros criterios estéticos (todo lo contrario de lo que continuaba siendo el suplemento de El Tiempo). Lo que contaba o pronto contaría en la literatura del país se encontraba en los sumarios: Mutis y García Márquez en particular, pero también Jorge Zalamea en quien la generosidad no era una vana palabra. Los méritos de Mito son indiscutibles, pero no sería lícito insinuar –como lo hacen los actuales abogados de la revista (la recuperación continua) –que todos los que colaboraban se identificaban con el proyecto de Gaitán Durán, que a veces en sus páginas realizaba dudosos elogios a los grandes políticos liberales; no faltaba mas. Y sobre todo, no se podría ocultar que Mito seguía, con una finalidad opuesta, los caminos que Crítica había abierto antes de sucumbir a una cuarentena concebida y puesta en marcha desde el partido liberal. Mito era el statu quo revivido. No se puede dejar de señalar que el último número de la revista, aparecido en 1962, contaba con el texto del discurso pronunciado por otro poeta colombiano en honor a Gaitán Durán: se trataba del compromiso del intelectual, de la responsabilidad social del poeta. El autor de ese discurso, estimable poeta colombiano de una generación anterior, había sido simpatizante de el Eje, había llevado la camisa negra y desfilado en Bogotá haciendo el saludo fascista. La farsa del poder siempre ha estado presente en las publicaciones oficiales u oficialistas colombianas: luchas por el poder intelectual, al precio de muchos compromisos ; sumisión de los intelectuales a las expectativas o a las adjunciones de la elite dirigente (Gaitán Durán que ataca a Zalamea en 1949). Pero el último número de Mito, con este elogio tardío del compromiso, pronunciado por un unificador ante un manojo de escritores que habían aprovechado, aprovechaban o aprovecharían  el presupuesto de los ministerios y de las embajadas, confina mas que a la indecencia. Fue Mito, también…
En septiembre de 1952, poco después del incendio de los periódicos liberales, Álvaro Mutis, declaraba en una entrevista radiofónica, transcrita el 18 en El Espectador:
 “La misión de los intelectuales en la hora actual y en todas las horas debe ser la de trabajar par la creación de valores estéticos permanentes y la conservación justa y verdadera de los creados en el pasado”.
Criticado por Téllez, en un contexto en el que el tema del compromiso era casi obligatorio, debió precisar el 14 de octubre, en el mismo periódico:
“Y no solamente ahora, en estas especiales condiciones, sino en todas las edades, sería inútil tratar de producir obra de arte a espaldas de su tiempo (…). Ahora bien, el que esta obra de arte perdurable desempeñe una función social, es cosa que debemos dejar a la Divina Providencia”.
Esas posiciones eran compartidas por García Márquez y sus amigos del grupo de Barranquilla. Con sus maestros Eduardo Zalamea Borda y Jorge Zalamea, los jóvenes intelectuales mas lúcidos abrigaban la nostalgia de esperanzas que habían sido encarnadas por el presidente López, estaban al unísono del mundo angustiado de la post-guerra y creían que la obligación del artista era crear “valores estéticos permanentes”. En el universo de frustración que les era propio, habían elegido la aventura de la imaginación –la única aventura liberadora que les permitía la guerra fría y el reino asfixiante de la Mamá Grande. Y produjeron efectivamente las obras durables que tenían la ambición de producir.



[1] Traducción de Ana Cecilia OJEDA, Profesora titular, Escuela de Idiomas, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, Colombia

2 comentarios:

  1. Buenas noches. Creo necesario que se coloque la referencia de la publicación oroginal de este ensayo. Gracias.

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    1. La profesora que hiciera esa traducción me dio las copias sin decirme en donde lo había publicado previamente.

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