Jacques GILARD
Las preocupaciones de los años 1940 fueron las que
determinaron el desarrollo y los estancamientos de la literatura colombiana.
Los dos grandes nombres de hoy, Mutis y García Márquez, surgen de la
problemática de esa época.
El problema central era sin duda el de la democracia, de
la que Colombia pretendía ser el modelo latinoamericano: “Colombia, democracia
esencial” era el título de una nota anónima aparecida el 30 de enero de 1941 en
las páginas editoriales de El Tiempo
de Bogotá, periódico casi oficial puesto que pertenecía al presidente de la
República entonces en función, el liberal Eduardo Santos. Esa era la imagen que el país quería tener de
sí mismo, que deseaba mostrar al exterior y que, a decir verdad, los países
hermanos no le regateaban. La imagen estaba mas que sujeta a caución. Colombia
era una democracia restringida, bajo el modelo de los criollos que habían hecho
su independencia; la participación política era tradicionalmente asunto de
blancos, mientras que mestizos, Indios y Negros eran solamente la masa de
maniobra electoral (a menudo expuesta, mas que nadie, a la violencia). A lo
largo de esos años 40 el intelectual Luis López de Mesa –liberal de derecha,
que fue rector de la Universidad Nacional y ministro- decía, por lo demás, con
insistencia que los problemas del país provenían de la irrupción de los
mestizos en política y que ya era tiempo de restituir a los criollos la
exclusividad en ese dominio. El desorden había nacido en la presidencia
modernizadora de otro liberal, Alfonso López Pumarejo, (1934-1938); su
“revolución en marcha” había democratizado las prácticas nacionales,
principalmente con el apoyo oficial dado al movimiento sindical. Santos, quien
le sucedió (1938-1942) y quien representaba el ala opuesta del liberalismo,
había anunciado que su mandato haría una “pausa” en las reformas y contribuiría
a su “consolidación”. En realidad era el movimiento inverso que se ponía en
marcha y, de hecho, la segunda presidencia de López, que empezó en 1942, no
pudo llegar al término previsto: desestabilizado por su propio partido ( por
los “santistas” y por El Tiempo),
llevado a la imposibilidad de gobernar, López renuncia en agosto de 1945. Su
sucesor designado, Lleras Camargo, desmantela sin espera, el movimiento
sindical. La unanimidad democrática de fachada que había reinado a lo largo de
la guerra mundial ya no era creíble, y la evidencia de la victoria aliada
permitía poner punto final a ciertos compromisos o concesiones: Colombia
empezaba su guerra fría a partir del momento de la rendición de las potencias
del Eje. Se debía volver a una democracia restringida, pero el impulso del
populista Gaitán –sostenido por la frustración popular-, la arrogancia
creciente de los conservadores falangistas y la división electoral de los
liberales llevarían al país a una presidencia conservadora y a los sombríos
desbordamientos de la “Violencia”. La elección de 1945, el rechazo de la
gestión “lopista”, pesaría durante mucho tiempo sobre los hombros del país: el
asesinato del candidato presidencial Galán, en 1989, que culminaría toda una
época, se inscribiría aún en el proceso determinado por esa elección.
La frustración de 1945, seguida por la desilusiones de la
post- guerra y por el descubrimiento de los horrores y de los terrores de la
época (los campos de concentración, la amenaza nuclear, las matanzas de la
“Violencia”), pesa sobre la joven generación y se expresa en las obras que
emprenden vuelo entonces, tanto en literatura (Mutis, García Márquez), como en
pintura (Obregón, Grau, Botero). Impregnadas por los problemas del mundo, esas
obras son también reacciones apesadumbradas de los retrocesos históricos que
vivía el país. Los jóvenes creadores debían formarse y expresarse a pesar del
eficaz sistema de control puesto en funcionamiento por la élite liberal y los
que escaparon a la asfixia se convertirán en los grandes nombres de los decenios
siguientes.
El trasfondo (la guerra de España, el comienzo de la
guerra mundial) dejaba subsistir serias confusiones en la línea del
antifascismo que reunía a todos los intelectuales importantes. El país era
oficialmente –y mayoritariamente- partidario de los Aliados. Pero ese consenso
enmascaraba varios equívocos: hacía confluir a los partidarios de López,
adversarios del partido liberal y comunistas que serían hasta su redefinición
en 1946, un “pequeño partido liberal”. Las tensiones internas al liberalismo
–partidarios de una democracia abierta contra partidarios de una democracia
restringida-, mitigaban con elementos oscuros el apoyo a las democracias en
guerra y la mirada sobre Hispanoamérica y sobre Colombia misma. La Revista de las Indias, creada en 1936
bajo la presidencia de López como publicación del ministerio de la educación
nacional, será reorientada desde el principio de la presidencia de Santos y se
convertirá en un órgano de reflexión y de creación puesto al servicio de la
causa democrática: confiada a un comité de intelectuales españoles e
hispanoamericanos, dirigida por Germán Arciniegas, tendrá como prioridad una
vocación continental. Olvidada rápidamente: la revista limita sus ambiciones
solamente a Colombia pero sigue siendo –hasta en la confusión que supone el
conflicto entre liberales- un órgano
abierto. Testimonio de ello es la toma de posición “universalista” de su
redacción en el momento de la querella sobre el “nacionalismo literario”, en
mayo de 1941. La evolución del conflicto mundial jugó tal vez un rol en el
cambio de perspectiva de la revista, las fuentes habituales de información
(europeas) callaron, pero el repliegue hacia una problemática nacional es
evidente hacia finales de 1941, es claro que la línea “santista” se endurece
entonces con mayor vehemencia. Revista de
las Indias, se convierte en una publicación “nacionalista”, como
testimonian ciertas colaboraciones y la aparición de narradores “terrígenas”, hasta ese momento no
incluidos en sus sumarios. El
endurecimiento corresponde a la nueva candidatura de López, su segundo mandato
suscitaba rechazos cada vez mas activos. Curiosamente, bajo esta segunda
presidencia, la revista no es controlada en seguida y mantiene un discurso
“santista”. Aprovechando la indiferencia o mansedumbre de los “lopistas”, Revista de las Indias, se convierte
entonces en un órgano de control intelectual, al servicio de un control social.
Se une a El Tiempo, del que había
sido durante tres años una vitrina mejorada, destinada a representar al país
frente al mundo exterior.
Los colaboradores de le revista eran también los del
suplemento de El Tiempo del que
conformaban la élite. Con la modificación sucedida hacia finales de 1941, la
diferencia se limaba en gran parte, porque los otros colaboradores del El Tiempo, los mediocres, hicieron su
entrada a la revista, contribuyendo a realizar el apéndice mensual del
suplemento. Éste, era el órgano mas prestigioso a nivel nacional, a lo que
estaba destinado; las condiciones de la guerra (una penuria de papel que, claro
está, no afecta al periódico del presidente) le aseguran una forma de
monopolio, haciendo de él el único órgano donde intelectuales y escritores podían beneficiarse de una real difusión. Era en apariencia una
garantía de pluralidad, que se perdía bajo el efecto de un conformismo
inspirado por algo que no era censura, si no una orientación y un control
discretos y no menos efectivos. El suplemento de El Tiempo es la débil expresión de esos años, la imagen de una
Colombia encerrada en sí misma, indiferente a los problemas del mundo y ocupada
en una auto contemplación selectiva y complaciente.
Una brecha se abrió con la aparición, en 1943, del
hebdomadario Sábado, creado por
Plinio Mendoza Neira, antiguo ministro de López y futuro compañero del
populista Gaitán. La guerra no permitía que hubiera en Sábado una verdadera mirada sobre el exterior, a pesar de las
intenciones iniciales, pero el hebdomadario siguió los acontecimientos a través
de la crónica de Eduardo Zalamea Borda, “Trinchera de Sábado”. Por el contrario, fue un descubrimiento de Colombia por sí
misma: Sábado, mostró a los ojos del
país su multiplicidad geográfica, racial y cultural y reveló una nación mestiza
a sus lectores de clase media –que El
Tiempo había mas bien persuadido de pertenecer a una nación blanca-.
La breve polémica de 1941 sobre el “nacionalismo
literario” había revelado la reticencia de la élite y de sus intelectuales en
considerar el mestizaje como una característica de la sociedad colombiana. El
escritor Tomas Vargas Osorio había querido cristalizar la representación de
esta sociedad en los cuadros obsoletos del criollismo. Originario del
departamento de Santander –reputado como el mas blanco del país y considerado
entonces como la perfecta expresión de la nacionalidad-, Vargas Osorio había
proyectado sobre el conjunto de Colombia su experiencia propia (muy ligada, entre
otras, a la visión de la aristocracia provincial tradicional). De manera
general, era la parte central del país
(por tanto mestizo) que pretendía imponer la norma, y se mantenía
entonces en la idea de una nacionalidad europea. La realidad estaba lejos de
parecerse a esta imagen. Y se alejaba cada vez mas en esos años en que el
desarrollo de los medios de transporte favorecían un movimiento de poblaciones,
mientras que el disco y la radio, entonces en pleno desarrollo, dejaban
escuchar músicas, provenientes del territorio nacional, testimonio de la
naturaleza multirracial de esa sociedad. El país fingía descubrir la presencia
indígena y le costaba aceptar que existía en su seno un fuerte ingrediente
negro. Esta molesta verdad engendraría numerosos debates a lo largo de los
años. Era el comienzo de un camino en el que el “Costeño” de García Márquez
jugaría un día un papel esencial. Será en gran parte gracias a él –tanto por su
reconocimiento en el mundo como por sus argumentos sarcásticos- que Colombia
terminará por aceptarse como un país mestizo. En los años 1940, la cuestión del
mestizaje, entrevista y rechazada, estaba muy ligada a la de la democracia para
ser abordada sin suscitar rigideces y anatemas.
El control que ejercía El Tiempo sobre el pensamiento se manifiesta en 1941 con la
polémica sobre el “nacionalismo literario”. En el origen se encuentra un
concurso organizado por la Revista de las
Indias. Dos cuentos habían llegado a la final, radicalmente opuestos en sus
opciones literarias y humanas. “Por qué ‘mató’ el zapatero”, de Eduardo
Caballero Calderón era un cuadro de costumbres folklorizante que no desbordaba
para nada los limites de una anécdota simplista. “La grieta” de Jorge Zalamea,
desarrollaba el conflicto psicológico destruyendo un matrimonio de obreros
irlandeses. Esta localización produjo escándalo, mas que la referencia joyciana
–que seguramente escapó a muchos. Una polémica estalló, en que El Tiempo, del lado de los
“nacionalistas”, no solamente porque el mas resuelto de ellos –Tomás Vargas
Osorio- era uno de sus redactores. La réplica rigurosa del “universalista” Hernando Téllez y sus argumentos indiscutibles
no tuvieron cabida. El Tiempo dio
despliegue a la campaña de Vargas Osorio y el medio intelectual estaba mas
dispuesto para escuchar el lenguaje nacionalista que el mensaje de apertura y
de dificultad de Téllez. La propuesta nacionalista era simple: el escritor colombiano
debía inspirarse de lo suyo, “afirmar”, las realidades nacionales (paisaje y
tipos humanos familiares, provenientes de una sola región), sin preocupaciones
de calidad estética. A pesar de sus tendencias y sus precisiones sucesivas,
Vargas Osorio no lograba proponer nada diferente al hundimiento en modelos
literarios desgastados. Este escritor de talento, autor de algunos de los
mejores cuentos colombianos de la época, pero asustado frente a la
democratización de López y a la urbanización, prefería perennizar la mediocre
narración ruralista. Las normas literarias que preconizaba implicaban un congelamiento del pensamiento y de las
representaciones y contribuían al control de la sociedad. Ese conformismo y esa
inercia encontraban muchos adeptos, incluso si no se vuelve a hablar de la
polémica: El Tiempo continua
acogiendo los relatos “terrígenas” de los narradores de la Cordillera central
(Adel López Gómez y Antonio Cardona Jaramillo, principalmente), que tenían y
daban la impresión de ser ellos solos
toda la literatura narrativa colombiana. Los innovadores, aún raros y
episódicos, confinados, por lo demás, a publicaciones de menor prestigio,
fueron sospechados de una especie de traición –cuando no se les acusaba sin
miramientos, como lo había hecho Vargas Osorio, de homosexualidad.
Esta preferencia por la “afirmación” de la Colombia
campesina era el anzuelo de una política que el liberalismo “santista” iba
pronto a desarrollar, la rehabilitación del folklor. Mucho tiempo ignorado por
los intelectuales, el folklor vuelve a suscitar interés entre aquellos a
quienes la modernización preocupaba –Vargas Osorio estaba entre ellos. Se le
convierte en signo respetable de la cultura del “verdadero” pueblo: el anterior
a López, a la ley 200 de 1936 (que, sin ser la “reforma agraria” de la que
algunos hablaron, había desmantelado y
distribuido entre los campesinos algunas haciendas ilegalmente formadas) y a
las reivindicaciones obreras. El folklore rehabilitado cumplía función de
apaciguamiento y entraba entonces en la estrategia del poder como instrumento
de control. Fue así como en 1942, Germán Arciniegas, entonces ministro de la
educación del presidente Eduardo Santos, lanzó una encuesta nacional confiada a
los maestros de escuela –cuyos resultados son lenta y parcialmente explotados
en los siguientes años. Si la defensa y la promoción del folklor implicaban la
cuestión del mestizaje (la expresión de las regiones mulatas suscitaba
inevitablemente reacciones de rechazo), el suplemento de El Tiempo, supo manejar las tensiones y federar todas las
tendencias: liberales ortodoxos, regionalistas y comunistas se reconocían en la
voluntad de proteger la pureza del folklor “nacional”, viniera de donde viniera,
contra las influencias extranjeras. Los problemas raciales quedaban entonces en
la sombra y la unanimidad se hacía sobre los clichés y los criterios del
nacionalismo –terreno que la derecha liberal sabía controlar. A partir de 1950,
García Márquez supo tomar distancia al empezar su cuestionamiento sobre los
bloqueos y las intolerancias: al insistir sobre el aporte negro al folklor de
su región natal, al celebrar las músicas negro-antillanas y al dar la espalda a
la Colombia andina.
El rechazo del urbanismo es la otra cara de la
recuperación del folklor. Ya, en 1939, Vargas Osorio había señalado su rechazo
del fenómeno en las grandes ciudades: veía la esencia de la colombianidad en
los pueblos de provincia, mientras que las ciudades solo tenían un “aspecto
indiferente”, fruto de una evolución extranjera a las corrientes vitales de la
nacionalidad. Suponía arbitrariamente que el crecimiento urbano no era un
proceso propio. Esta intransigencia era la forma extrema de una reserva que se
encuentra mejor matizada en otros escritores e intelectuales. Pero, para la
mayoría, el cosmopolitismo marcaba el hecho urbano con una especie de estigma.
En la medida en que la evocación de las ciudades podía seguir circunscrita al
terreno de la herencia histórica mas reconocido (glorias coloniales y
republicanas, prestigio monumental), la continuidad aportaba su parte de
seguridad. No sucedía lo mismo cuando la modernidad, el mestizaje y el cosmopolitismo
eran puestos en relieve: Revista de las
Indias había emprendido la publicación de una serie de artículos bajo el
título general de “Geografía literaria de Colombia”; la serie se interrumpió
definitivamente después de la publicación de un artículo (enero de 1942) sobre
Barranquilla, cuyo autor había infringido esos tabús y puesto en evidencia la
presencia negra. El artículo había logrado pasar el filtro de la redacción,
pero su publicación había molestado tanto que ese recorrido lírico del
territorio colombiano quedo ahí (se entraba, claro está, en la etapa
nacionalista de la publicación).
Vargas Osorio representaba una posición extrema en el
panorama del liberalismo. Este suponía un cierto apego a la idea de progreso, y
sus intelectuales, incluso los “santistas” como Arciniegas, no podían mostrarse
hostiles a los signos de la modernización de la sociedad colombiana. Aceptaban
entonces, en principio, el crecimiento urbano, pero las reservas existían
también: todo cambio en la sociedad implicaba inquietudes para los detentores
de la democracia restringida. Los años decisivos de la guerra mundial que
vieron exacerbarse las tensiones “lopistas” y “santistas” mostraron la
emergencia de rechazos que se vincularon con los del nacionalismo mas obtuso.
Optimista antes de la guerra, Germán Arciniegas termina por defender el
mantenimiento de una especificidad sobre la que, por lo demás, no daba ninguna
precisión: lo que consideraba, junto a otros, como una evolución de tipo
norteamericano lo inquietaba definitivamente y lo alineaba en el campo de los
partidarios de un statu quo temeroso.
La actitud frente al fenómeno urbano será criterio fijo para distinguir dos
categorías de intelectuales. Los mas innovadores serían aquellos que tendrían
la urbanización como un logro y considerarían que el eje de la identidad no era
ya el mundo campesino –lo que no implicaba automáticamente que, sobre todo en
los jóvenes escritores, el universo urbano fuese el referente elegido: podían
escribir sobre el mundo rural, pero introduciendo en su campo de mira el ángulo
de refracción que implicaba la conciencia de dicho hecho urbano ahora
dominante. Narradores principiantes, como Arturo Laguado, Alberto Dow y Gustavo
Wills Ricaute, un escritor maduro como Hernando Téllez, preferían el universo
urbano en sus relatos. El joven Cepeda
Samudio lo prefería exclusivamente. García Márquez recurrió a él para organizar sus conjuntos, antes de
volcarse hacia el mundo de Macondo. La discordia no se apaciguaría durante
mucho tiempo: la desconfianza hacia los temas urbanos se manifiesta en la
literatura colombiana, a veces con fuerza, hasta finales de los años 70, antes
de desdibujarse poco a poco en el siguiente decenio.
Los narradores “terrígenas” se inscribían en este apego a
lo que suponían, representaba a la vez, las realidades profundas del país y sus
valores. Sus “columnas” de la página de los editoriales de El Tiempo, mostraban su bloqueo
frente a los cambios de la sociedad, principalmente los de los pequeños
pueblos de la montaña que empezaban a conocer el asfalto y el automóvil, la
radio y las gaseosas. Sus ficciones se situaban en el marco inamovible del
poblado andino o de la pequeña propiedad, donde los hombres no parecían conocer
sino el machete y la mula, la soledad rústica y el impulso elemental del amor y
del odio. Todos ponían el acento en el concepto de “fidelidad”: fidelidad a la
tierra y a sus tipos humanos. Todos confundían la creación con el cumplimiento
de un deber moral y daban prioridad a la rectitud y al civismo que creían reconocer
en sus tomas de posición y en sus relatos. El hombre colombiano que eran
capaces de imaginar era un ser simple que debían mostrar con simplicidad.
Condenaban entonces la literatura de atmosfera urbana y atacaban sin
miramientos y con mala fe a los narradores que se esforzaban por explorar las
complejidades de un alma humana –las sutilidades psicológicas eran juzgadas
como refinamientos sospechosos de intelectuales “amanerados”, incluso como una
forma de desconocimiento.
La experimentación formal servía a menudo de blanco al
clan, basto y heterogéneo, que había aprobado en su momento la campaña
nacionalista de Vargas Osorio. La audacia de Jorge Zalamea al situar su relato
en Dublin había confundido un poco las apuestas: el ataque se había dirigido a
la ubicación de su relato, pero su inmersión en una psicología urbana y obrera
era también motivo de irritación. En mayo de 1942, en la Revista de las Indias reorientada, el novelista José Antonio Osorio
Lizarazo, citadino y populista, afirmaba que Joyce era un modelo inaplicable en
el contexto colombiano. Unos años después, se proclamaría la misma
imposibilidad a propósito de Faulkner (en el momento mismo en que García
Márquez demostraba por el contrario la fecundidad del modelo). La novela
norteamericana era, por lo demás, vista principalmente como el signo anunciador
de profundas convulsiones sociales y por ello descalificada como posible fuente
de inspiración, en la medida en que, se creía que la Colombia patriarcal estaba
al abrigo de dichos problemas (en tanto que la “Violencia”, en potencia y en
acto, estaba en el corazón de la sociedad). Rechazos del mismo tipo, aunque mas
complejos en su motivación y en su expresión, y mas reiterativos, afectaban al
existencialismo francés, percibido como una inmersión complaciente en la
degeneración de lo humano y como la manifestación de la fatiga de Europa (una
fatiga que la derecha liberal no mencionaba pero que dejaba entrever en el
suplemento de El Tiempo por los
populistas y los nacionalistas, que se alegraban).
El tema de la difusión del existencialismo es ejemplar en
los debates colombianos de la época. En el momento en que, el final de la
guerra, permitía el restablecimiento de los contactos con Europa, el
existencialismo había suscitado una curiosidad que las revistas y los
suplementos literarios habían satisfecho de manera desordenada y superficial. Era
sobretodo esta curiosidad la que había engendrado una moda, alimentada luego
por las informaciones que llegaban, mal que bien, de París. El “establishment”
intelectual había, muy temprano, reaccionado con desconfianza: todo nuevo
pensamiento representaba un peligro para los prestigios y los poderes
instalados, por consiguiente, al proponer una nueva visión del hombre y del
mundo, podía destruir las bases. En un primer momento el existencialismo es la
señal que permite distinguir entre los innovadores (es decir, los detentores de
una contemporaneidad lúcida) y los partidarios del statu quo. En el primer rango de éstos figura Germán Arciniegas.
Utiliza su prestigio de intelectual reconocido en el extranjero, y por
consiguiente, reputado como espíritu crítico, para desfigurar con chistes
frívolos la principal corriente de pensamiento del momento y –por lo menos en
el microcosmos bogotano- desacreditarla.
El momento que vivía el mundo era otra de las grandes
inquietudes. Se constata sin asombro que la mayoría de intelectuales y
escritores colombianos, que habían vivido de lejos las peripecias de la guerra
mundial, eran indiferentes a la situación de las post-guerra. ¿Cómo los
narradores “terrígenas”, encerrados en su universo rural, habrían podido
cuestionarse hacia 1946 o 1947, cuando no lo habían hecho en 1940, 1941 o 1942?
De manera general, la sensibilidad “nacionalista” era incapaz. Y, para los
espíritus mas abiertos y mas experimentados de la intelligentsia “santista”,
como Arciniegas, había una dificultad mas o menos insuperable: mas allá de la
preocupación por preservar posiciones adquiridas, interrogarse sobre el mundo
contemporáneo equivalía a relativizar las cuestiones colombianas, dicho de otra
manera a fragilizar el intangible credo “santista”. Pero esta miopía no anulaba
las angustias de la época. Ya, durante la guerra, mientras que muchos se
contentaban con la afirmación de imprecisos valores democráticos, sin tener en
cuenta la especificidad inaudita del hecho nazi, Jorge Zalamea –ministro de
López en el momento de la “revolución en marcha” y escandaloso innovador
joyciano de 1941- había sido sin duda el colombiano que mejor había expresado
esas angustias, seguido por su primo Eduardo Zalamea Borda, editorialista del El Espectador de Bogotá y cronista de Sábado. Tanto el uno como el otro eran
sensibles a los anuncios apocalípticos que muchos ignoraban –pero que gentes
jóvenes, como Álvaro Mutis, sabían también reconocer. Hirochima había sido otro
signo de horror –anunciado con algunas semanas de anterioridad por Eduardo
Zalamea Borda en su columna de El
Espectador- del que Colombia, absorta por la demisión de López, no supo sopesar
su alcance. Zalamea Borda insistirá sobre el hecho nuclear en el curso de los
meses y de los años siguientes. Jorge Zalamea igualmente: después de haber
dicho en 1942 que el hombre era un “náufrago” del siglo XX, lo repitió en los
años de la post-guerra y señaló con insistencia los peligros que la propaganda
imponía a la libertad de los espíritus en todo el mundo. Los dos Zalamea eran también
los vectores mas constantes del pensamiento contemporáneo en Colombia,
acompañados por Hernando Téllez; éste que había respondido a los nacionalistas
en 1941, encontraba en los Norteamericanos (sobre todo en Cadwell) una
inspiración que le permitía escribir cuentos “universalistas” de calidad,
traducía a Sartre, y aportaba su propia pincelada –menos combativa que la de
Jorge Zalamea, menos constante que la de Eduardo Zalamea Borda- en un debate
que necesitaba a gritos romper la exigüidad de los marcos nacionales. Alrededor
de la palabra de los dos Zalamea, y de la de Téllez en menor grado, se reunían
gentes jóvenes que veían –los mas
lúcidos- o entreveían la dimensión universal de lo que vivían en Colombia. Los
mas perceptibles eran entonces los periodistas cuyas columnas aparecían en El Espectador, al lado de la de Zalamea
Borda: ante todo Próspero Morales Pradilla, hasta 1948, luego Gustavo Wills
Racaurte. El primero aún seducido por ciertos aspectos de la defensa
nacionalista, deseaba ingenuamente una confrontación “cordial” entre los
valores de la colombianidad y los del vasto mundo, pero poseía el sentido de la
época y compartía las angustias de su maestro Zalamea Borda; seducido por la
órbita de la diplomacia en 1948, se acerca a El Tiempo y, sin dejar de ser un espíritu crítico que se
distinguía del oscurantismo del
suplemento, perdió la acuidad que lo había antes situado en el grupo de los
innovadores posibles. Wills Ricaurte, quien le sucede en El Espectador, fue también, sin romper nunca completamente con
ciertas frialdades bogotanas, un testigo crítico del estancamiento del
pensamiento en Colombia y uno de los que reflexionaba sobre los problemas
contemporáneos; fue también, pero solamente un tiempo, autor de cuentos que
intentaban prometedoras experimentaciones. Otros jóvenes intelectuales, puesto
que vivían en provincia, no podían llamar la atención tanto como los que se
expresaban en la prensa bogotana. Pero eran los grandes del futuro. Era el caso
del colegial “barranquillero” Álvaro Cepeda Samudio, lector de los
norteamericanos, angustiado por el peligro atómico, autor de cuentos con
audaces formas; era en 1947 y 1948 lector asiduo de la columna de Zalamea Borda
y de los artículos y ensayos de Jorge Zalamea. Era también el caso de Mutis y
García Márquez, los dos publicados por primera vez por Zalamea Borda en el
suplemento de El Espectador, el
primero muy cercano a Jorge Zalamea, el segundo descubierto un poco mas tarde
por el mismo Jorge Zalamea a través de la lectura de un solo texto. Las
inteligencias mas agudas del momento sabían reconocerse. Mutis y García Márquez
habían comprendido que podían acercarse con toda confianza a Zalamea Borda,
quien identificó de entrada todo lo que éstos prometían. Otros, en provincia, reconocían
el magisterio de los dos Zalamea sin darse a conocer por sus guías. Era el caso
de Cepeda Samudio y otro joven periodista de Barranquilla, Germán Vargas. Existían
también aquellos, periodistas también, que pasaban algún tiempo en Bogotá pero
volvían a la provincia, como Alfonso Fuenmayor (Barranquilla) o Eddy Torres
(Medellín). Fue esa red de espíritus libres, cuyos miembros no se conocían del
todo entre ellos, la que engendró lo esencial de la literatura colombiana del
segundo medio siglo (y habría que hablar también de las artes plásticas, en las
que se encuentran siempre los mismos nombres desde el inicio del reconocimiento
y del que se beneficiaron muy pronto pintores como Alejandro Obregón, Enrique
Grau y Fernando Botero).
La guerra fría imponía a cada uno el problema de la elección
política. La pesadumbre de la derrota infligida a López por el “santismo”, prolongada por el suceso electoral de los
conservadores, por lo demás, minoritarios y la entrada del país en la
“Violencia”, marca los espíritus y se encuentra en todos aquellos que dejarían
una verdadera huella en la literatura del país, los mas atraídos por la
creación que por el cursus honorum.
Todos habían sido afectados por la propaganda antifranquista, luego por la de
las democracias en guerra, y conservaban una mentalidad de tipo Frente Popular.
Incluso si existían dudas con relación a Staline y su sistema, había nostalgia
de los tiempos de la unidad antifascista. La Unión Soviética beneficiaba de
cierta simpatía o de una simpatía segura, según los casos. La permanencia de
Franco en el poder en España era desde 1946 un primer signo, extremamente
sensible, de que las cosas no se desarrollarían según la propaganda
norteamericana de los años de guerra. Elecciones sin derramamientos de sangre
en un país hispanoamericano -en 1946 en
México y en Chile- eran saludadas con satisfacción y los que las ganaban
cubiertos de elogios. El caso del mexicano Miguel Alemán tardaría años en ser marcado
por un signo negativo, pero el cambio de perspectiva de González Videla y la
persecución de Neruda se sentirían en profundidad. La guerra fría se instalaba y reforzaba el
impacto doloroso de la “Violencia”. El asesinato de Gaitán y la explosión del
“bogotazo”, en el momento en que se realizaba en Bogotá la novena conferencia
interamericana (la “IXCIA”), el diagnóstico del general Marshall sobre el drama
(un imaginario “complot comunista”), y por último la resolución final,
anticomunista, enterraban las últimas ilusiones –mientras que el golpe de Praga
y la muerte de Masaryk no habían despertado ninguna medida excesiva. Eduardo
Zalamea Borda, pacifista y con simpatías pro comunista hábilmente insinuadas,
era un guía para muchos jóvenes lectores. Y muchos, efectivamente, elegirían
por lo menos desde 1946 el campo socialista. García Márquez estaba en ese
campo; sus amigos del grupo de Barranquilla igualmente y lo decían con
suficiente claridad en sus “columnas” de la prensa provincial. García Márquez
se comprometería mucho mas, con el paso de los años, se uniría al PCC y
desarrollaría desde antes de Bandoeng, un sistema de prensa tercermundista. Sobre
las misma bases, Álvaro Mutis adoptaría por el contrario una actitud “reaccionaria”,
de desilusión absoluta, que no se debería tomar al pie de la letra, puesto que
nació de la frustración del proyecto democrático de López –como la elección
socialista, momentánea o definitiva, pero todavía no dogmática, de los mejores
espíritus de la joven generación. En los años 50, una vez reducido al silencio
y al exilio por la derecha liberal, Jorge Zalamea se acercará a los comunistas,
porque era un hombre de izquierda, y porque no le habían dejado otra opción,
pero sin alimentar ilusiones sobre el stalinismo. Reaccionaban como
contemporáneos a las angustias del tiempo, lejos de la miopía y de los pequeños
oportunismos que el sistema favorecía en aquellos que tenían la prudencia de
mirar solamente el microcosmos bogotano y sus posibilidades de carrera
político-intelectual.
En un país cuya capital estaba aislada tras los Andes,
donde la clase dirigente apoyaba su poder en un control supremamente eficaz del
movimiento de las ideas y monopolizaba ampliamente los medios de expresión,
sometiendo así a los intelectuales a un chantaje implícito (sumisión o
inexistencia), una asfixia prematura amenazaba a las gentes jóvenes que el
ejercicio de las letras atraía. El Tiempo
proponía sobretodo la auto contemplación de la inteligencia oficial y filtraba
severamente, aunque de manera caótica (la ignorancia jugaba también su rol), la
información sobre las corrientes de pensamiento y de las letras contemporáneas.
Las revistas no mantenían una línea: Revista
de las Indias había mejorado su contenido cuando los “lopistas”, muy cerca
de perder el control, habían tomado el control en 1944; había sobretodo publicado
un artículo de Sartre y se había abierto a colaboradores de izquierda; pero la
constancia hacia defecto y la revista seguía sujeta a los cambios de poder, evolucionando
hacia un ultra conservadurismo que la privaba de todo interés desde 1947. Revista de América, nacida en 1945 y
confiada a Arciniegas por El Tiempo
del que aplicaba su línea restrictiva, terminó siendo, a partir de 1948, aun
menos interesante que el suplemento de El
Tiempo –que elegía entonces evolucionar para ejercer mejor su función de
control. Solo, en los años 1944-1948, Eduardo Zalamea Borda conduce una acción
relativamente continua. Esta existía ya en su remarcable “columna” de la pagina
4 de El Espectador, con las
limitaciones del periodismo cotidiano. Y tuvo mas coherencia con la creación,
en febrero de 1946, de la pagina “Fin de Semana”, que aparecía los sábados y
existiría durante dos años. Era un suplemento literario de calidad, que aportaba
información sobre el movimiento de las ideas en el mundo y daba una visión
crítica de la vida cultural colombiana: todo lo contrario de El Tiempo. Zalamea deseaba hacer de su
hoja hebdomadaria la tribuna de un debate renovador; tuvo la impresión de una
derrota, pero el balance parece hoy mas bien
brillante: Mutis y García Márquez publicaron allí por primera vez y Grau
encuentra también la ocasión de ejercer regularmente su talento de dibujante.
Pero ‘Fin de Semana’ solo era una página de formato tabloide: poco espacio para
conducir una acción sistemática y en profundidad. Zalamea Borda hacia mucho –y
las gentes jóvenes mas clarividentes lo comprendían- pero era poco frente al
prestigio de otras publicaciones, a pesar de su vacuidad. Así, la información
carecía siempre de suficiente
coherencia. García Márquez es un buen ejemplo de la asfixia que podía afectar a
un joven espíritu dotado de un mundo extraordinariamente rico, y preocupado por
adquirir un buen útil expresivo. Sus primeros cuentos, publicados en ‘Fin de
Semana’ muestran que había conocido a Kafka y a Joyce, pero sus textos
siguientes eran repetitivos: no lograba saber qué modelos le permitirían
desarrollar sus temas. El encuentro con quienes serían luego sus grandes
amigos, el grupo de Barranquilla (el catalán Ramón Vinyes, Álvaro Cepeda
Samudio, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas), le revelaría a Faulkner y a
Virginia Woolf, a Cadwell y Hemingway, a Borges y a Felisberto Hernández y lo familiarizaría
con el existencialismo. La mayoría de esos elementos habían figurado en las
publicaciones bogotanas de los años precedentes, pero de manera tan episódica
que García Márquez no había podido aprovechar. Crítica, la revista de Jorge Zalamea, asumiría, a partir de finales
de 1948, el rol capital que habría podido ser jugado por Eduardo Zalamea Borda
si hubiese tenido los medios. Otras jóvenes gentes habían tenido mejor suerte
que García Márquez, porque, por diferentes razones, tenían acceso a
informaciones de las que no disponían la mayoría de intelectuales y escritores principiantes: era el caso de
los miembros del grupo de Barranquilla y de Mutis, del lado de los
contestatarios, y de Gaitán Duran, del lado de la élite dirigente.
La intelligentsia oficial debía también renovarse y
reforzar su control. Frente a los cambios que intervenían -impacto del existencialismo, conciencia de
los problemas contemporáneos, experimentaciones literarias, sin contar todo lo
que la “Violencia” implicaba como reflexión y malestar para los espíritus
lúcidos-, los métodos y el personal empleado desde hacia largos años no jugaban
ya su rol. Así se ve atribuir en 1948 la responsabilidad del suplemento
literario de El Tiempo, a un hombre
joven. Dirigente de las juventudes liberales, Jaime Posada había sido
secretario particular del ministro Germán Arciniegas, en el momento de la breve
presidencia del “santista” Lleras Camargo (1945-1946). Fue entonces el
encargado de la necesaria actualización. Es claro que Posada continua concediendo
un espacio a Arciniegas, pero éste disponía también de una revista mensual, Revista de América, que El Tiempo había creado para él en 1945;
sus posiciones ya retardatarias y cada vez menos adaptadas al contexto, se
expresaban ante todo en la revista –una publicación de línea dudosa, que
reproducía esquemas obsoletos, los del santismo de los años de guerra, y
buscaba, sin conseguirlo verdaderamente, tomar en cuenta los problemas de la
guerra fría, manteniendo su indiferencia con relación a los hechos de la
“Violencia”. Por su lado, Posada efectúa una especie de limpieza, logrando
expulsar poco a poco –se adivina que no sin problemas- a los narradores
“terrígenas” de las páginas del suplemento. El relato breve era un ingrediente
indispensable de las entregas hebdomadarias; en el lugar de los “terrígenas”
aparecieron otros autores, jóvenes y menos jóvenes, a veces conocidos por obras
que pertenecían a otro género: ningún cuento realmente innovador apareció en El Tiempo, pero si la experimentación
formal faltaba, por lo menos la ruptura era clara con relación al mundo
simplista de la narración rural. (Los innovadores se manifiestan en otros
espacios: García Márquez en El Espectador,
Téllez en Sábado, Cepeda Samudio en
las hojas de provincia). Pero sobretodo, Posada abrió el suplemento a nuevos
colaboradores, el principal era Jorge Gaitán Durán. Este sería pronto llamado a
guiar la renovación que necesitaba el “santismo”. Era buen conocedor del
existencialismo, que gracias a él, fue tolerado en el suplemento y hablaba con
naturalidad de las angustias contemporáneas, porque las compartía con los mas
lúcidos tanto de la vieja como de la nueva generación. Pero había elegido situarse
de lado del poder y la actualización que efectúa se sitúa al servicio de la
misma causa. Si la calidad de las colaboraciones de Gaitán Durán se diferencia
claramente de la mediana del suplemento, la estrategia que se mantiene es de
continuidad. Se trataba de entrar en el terreno de los que el poder no podía
reducir ni atraer, esencialmente los dos Zalamea (Téllez que cultivaba discretamente
su diferencia y que, de todas maneras, colaboraba bastante con El Tiempo, fue aceptado por Gaitán
Durán). Eduardo Zalamea Borda, confinado
de alguna manera por su tarea de periodista a la “columna” de El Espectador y menos leído que los
medios editorialistas de El Tiempo, era solo un peligro relativo: tuvo
derecho, por una importante novela anterior a la guerra (Cuatro años a bordo de mí mismo) a los elogios del joven
intelectual que le reconoce grandes intuiciones de tipo existencialista. Pero
también era una táctica de división. En efecto, Jorge Zalamea es severamente
atacado.
Encarcelado un tiempo por el rol que se atribuía a sus
arengas radiales en los desordenes sangrientos del 9 de abril de 1948 (el
“bogotazo”), Zalamea había creado un bimensual, Crítica, que aparece hoy como la mejor publicación literaria del
siglo XX en Colombia. Crítica se
comprometía con los dramas mas inmediatos, los de la “Violencia”, publicando,
por ejemplo, regularmente la lista de muertos liberales, y tratando también
todos los problemas del mundo contemporáneo. La revista pobre en medios, y
pobre en apariencia, se abría a todas las colaboraciones con el objetivo de que
tuviera lugar el debate de fondo que el país necesitaba. Era lo que ya había
intentado Eduardo Zalamea Borda en ‘Fin de Semana’ en El Espectador, y Jorge
Zalamea conocería la misma sensación de derrota –un tanto infundada a los ojos
de quien trata de establecer un balance mucho tiempo después. Además, muchos se
impedían colaborar con una publicación que olía a azufre y preferían quedarse
–por gusto al prestigio o por cálculo- en el suplemento de El Tiempo, la exigencia estética y ética de Zalamea desmotivaba de
antemano a muchos indecisos y rechazaba numerosos trabajos propuestos: Crítica no fue la tribuna deseada por
Zalamea. Pero fue una publicación de alta calidad, incluido el momento en que
la censura conservadora (a partir de
noviembre de 1949) impuso recurrir a textos clásicos cuyo contenido permitía
denunciar la deriva totalitaria del conservadurismo. Para quien buscaba una
información y una reflexión sobre los problemas políticos y éticos de la época,
la respuesta estaba en Crítica. El
bimensual entregaba también un panorama de las letras contemporáneas, dando a
conocer, incluso a través de la traducción no autorizada, los títulos mas
importantes del momento. Mutis y García Márquez, figuran entre los autores
colombianos editados en Crítica,
donde también se encuentran cuentos de Téllez, cuyo importante relato Cenizas para el viento y otras historias
fue objeto en 1950 de un expediente de elogios: mostrando el verdadero valor de
Zalamea que, en plena “Violencia”, se atrevía a hablar de cuentos en los que
dicha “Violencia” aparecía claramente. Pero ese valor ya no debía demostrarse:
en septiembre de 1949, un poco antes del golpe de fuerza conservador y cuando
la censura aún no se había instaurado, Zalamea había sido encarcelado y
torturado por haber publicado su incendiario relato “La metamorfosis de Su
Excelencia”, panfleto y obra de arte que denunciaba el camino del poder
conservador hacia la dictadura. Y se debe señalar que en ese contexto ardiente,
Zalamea hombre de izquierda había preservado siempre su rigor voluntario para
recordar el peligro de la pobreza estética que amenazaba a toda literatura comprometida.
De manera que no puede ser mas simbólica, el ataque de
Gaitán Durán contra Zalamea precedió de algunos días el encarcelamiento de
éste. Gaitán Durán reprochaba a Zalamea el no estar ya comprometido con los
problemas del momento. El ataque apareció en el suplemento de El Tiempo. En el contexto de la marcha
hacia la dictadura, este ataque podría parecer absurdo, pero se trataba muy
bien de aislar y debilitar a Zalamea, tanto en ese momento como mas tarde, el
contexto inmediato importaba poco. Zalamea era continuador del proyecto
democrático de López y portador de nuevas posibilidades, que debían, costara lo
que costara, ser ante todo neutralizadas, y luego canalizadas hacia el
“santismo”. El ataque de Gaitán Durán tuvo lugar en el transcurso de un
“congreso de los nuevos intelectuales” (julio-agosto-septiembre de 1949)
reunido por Jaime Posada y subvencionado materialmente por El Tiempo, que le otorgaba bastante espacio en sus páginas. Era un
paso mas en la tarea confiada a Jaime Posada, la presentación pública del
sistema de control. El proyecto global –una modernización y una adaptación
enmarcada y frenada por el “santismo”- preveía en efecto sin decirlo, retomar
muchas tareas emprendidas por el lopismo y adormecidas luego. Se proponía por
ejemplo la creación de un instituto de altos estudios para auscultar a la
sociedad colombiana y elaborar soluciones para sus males, cuando dicho
instituto ya existía: se trataba de la escuela Normal Superior, creada por
López, frenada en su desarrollo por la hostilidad que inspiraba entre muchos y
asfixiada entonces por el poder conservador.
Ese congreso de nuevos intelectuales hizo emerger, en el
campo de la derecha liberal, el tema del compromiso, que solo había sido
mencionado hasta ese momento por algunos intelectuales no conformes,
principalmente Eduardo Zalamea Borda. Téllez lo había abordado prudentemente.
Jorge Zalamea lo había esclarecido y valerosamente puesto en marcha. Al salir
del “congreso de los nuevos intelectuales” y en el dramático contexto de las
semanas que precedieron al golpe de fuerza de los “godos”, era posible
recuperar ese tema tabú. Los escrúpulos desaparecieron completamente en
septiembre de 1952, cuando los dos grandes periódicos liberales fueron
incendiados por matones conservadores: entonces, los liberales de derecha,
incluso los mas tradicionales, podían pronunciarse sobre el compromiso del
intelectual. Zalamea había sido reducido al silencio con la muerte de Crítica y obligado al exilio, primero en
Argentina (donde publica El gran Burundùn-Burundà
ha muerto), luego en Austria donde, al acercarse a los comunistas, colabora
con el Congreso por la Paz.
Lo esencial estaba hecho. El remplazo de la dictadura
conservadora por el poder militar de Rojas Pinilla (en junio de 1953) era solo
una peripecia: los espíritus habían sido retomados por quienes, obrando al
servicio de una vieja causa, sabían manejar los conceptos contemporáneos. Habría
que esperar (el final del régimen militar, el retorno de una democracia a lo
colombiano, que tomó la forma aberrante del sistema llamado “del Frente
Nacional”). La revista Mito, fundada
en 1955 por Gaitán Durán y dirigida por él hasta su muerte (1962), fue el
signo, incontestablemente brillante. Reunía en su comité nombres colombianos y
latinoamericanos de primera importancia. Y las colaboraciones colombianas
fueron seleccionadas con seguros criterios estéticos (todo lo contrario de lo
que continuaba siendo el suplemento de El
Tiempo). Lo que contaba o pronto contaría en la literatura del país se
encontraba en los sumarios: Mutis y García Márquez en particular, pero también
Jorge Zalamea en quien la generosidad no era una vana palabra. Los méritos de Mito son indiscutibles, pero no sería
lícito insinuar –como lo hacen los actuales abogados de la revista (la recuperación
continua) –que todos los que colaboraban se identificaban con el proyecto de
Gaitán Durán, que a veces en sus páginas realizaba dudosos elogios a los
grandes políticos liberales; no faltaba mas. Y sobre todo, no se podría ocultar
que Mito seguía, con una finalidad
opuesta, los caminos que Crítica
había abierto antes de sucumbir a una cuarentena concebida y puesta en marcha
desde el partido liberal. Mito era el
statu quo revivido. No se puede dejar
de señalar que el último número de la revista, aparecido en 1962, contaba con
el texto del discurso pronunciado por otro poeta colombiano en honor a Gaitán
Durán: se trataba del compromiso del intelectual, de la responsabilidad social
del poeta. El autor de ese discurso, estimable poeta colombiano de una
generación anterior, había sido simpatizante de el Eje, había llevado la camisa
negra y desfilado en Bogotá haciendo el saludo fascista. La farsa del poder
siempre ha estado presente en las publicaciones oficiales u oficialistas
colombianas: luchas por el poder intelectual, al precio de muchos compromisos ;
sumisión de los intelectuales a las expectativas o a las adjunciones de la
elite dirigente (Gaitán Durán que ataca a Zalamea en 1949). Pero el último
número de Mito, con este elogio
tardío del compromiso, pronunciado por un unificador ante un manojo de
escritores que habían aprovechado, aprovechaban o aprovecharían el presupuesto de los ministerios y de las
embajadas, confina mas que a la indecencia. Fue Mito, también…
En septiembre de 1952, poco después del incendio de los
periódicos liberales, Álvaro Mutis, declaraba en una entrevista radiofónica,
transcrita el 18 en El Espectador:
“La misión de los
intelectuales en la hora actual y en todas las horas debe ser la de trabajar par
la creación de valores estéticos permanentes y la conservación justa y
verdadera de los creados en el pasado”.
Criticado por Téllez, en un contexto en el que el tema
del compromiso era casi obligatorio, debió precisar el 14 de octubre, en el
mismo periódico:
“Y no solamente ahora, en estas especiales condiciones,
sino en todas las edades, sería inútil tratar de producir obra de arte a
espaldas de su tiempo (…). Ahora bien, el que esta obra de arte perdurable
desempeñe una función social, es cosa que debemos dejar a la Divina
Providencia”.
Esas posiciones eran compartidas por García Márquez y sus
amigos del grupo de Barranquilla. Con sus maestros Eduardo Zalamea Borda y
Jorge Zalamea, los jóvenes intelectuales mas lúcidos abrigaban la nostalgia de
esperanzas que habían sido encarnadas por el presidente López, estaban al
unísono del mundo angustiado de la post-guerra y creían que la obligación del
artista era crear “valores estéticos permanentes”. En el universo de
frustración que les era propio, habían elegido la aventura de la imaginación
–la única aventura liberadora que les permitía la guerra fría y el reino
asfixiante de la Mamá Grande. Y produjeron efectivamente las obras durables que
tenían la ambición de producir.
[1] Traducción de Ana Cecilia OJEDA,
Profesora titular, Escuela de Idiomas, Universidad Industrial de Santander,
Bucaramanga, Colombia
Buenas noches. Creo necesario que se coloque la referencia de la publicación oroginal de este ensayo. Gracias.
ResponderEliminarLa profesora que hiciera esa traducción me dio las copias sin decirme en donde lo había publicado previamente.
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